por Juan Pablo Susel, socio del CIHF
En 1993 yo tenía quince años. Las políticas de convertibilidad del gobierno de Carlos Saúl Menem habían fragmentado el tejido social del país, dejando de un lado a los vencedores y del otro a los vencidos. En mi casa sin ningún lugar a dudas pertenecíamos al segundo grupo.
Maradona, desde hacía muchos años, era nuestro superhéroe nacional. La insignia más representativa de lo que conocemos como argentinidad. Después de la gesta de Italia 90, Diego sin más era una deidad.
Un día al volver del colegio escuchamos el rumor de que Diego podría jugar en Newell´s Old Boys de Rosario. En cuestión de días sucedió el milagro.
El 9 de septiembre Maradona firmó su contrato con la Lepra. El 13 se presentó oficialmente en un entrenamiento a puertas abiertas con 50.000 espectadores de testigo.
A partir de ese momento se sucederían 145 días de pasión y locura. Diego rápidamente llegó y se puso los cortos. Jugó muy poquito y dejó un amor profundo e inextinguible en el alma leprosa.
El 10 de octubre debutó contra Independiente en Avellaneda. Su último partido fue el 20 de enero de 1994 en un deslucido amistoso frente a Vasco da Gama.
El día del debut lo vi con mi viejo en el estadio de la Doble Visera tirando su magia con rabona a Luis Islas incluida. Por unos días Diego logró el milagro de que nos olvidáramos de todos nuestros pesares. Ese fue el superpoder de Maradona, hacernos olvidar de nuestras tristezas. Hacernos un poco más felices gracias al amor que emanaba su presencia y que perdurará por siempre.